jueves, 14 de febrero de 2008

Barbie Michelle Farfán De la Vega

Sus facciones, créanlo, han dejado a más de uno pensando en las cosas admirables de este mundo. Su andar guapachoso y cumbiero moldeado por el sol de las tierras sureñas es su llave para abrir el cerrojo de los deseos que, en forma de piropos, caen a sus pies como monedas desde las ventanas.
No provoca pero aturde; no es una musa pero tampoco te quedarás sin decirle algo. Se le ha oído murmurar que no pretende la hermosura, pero nadie se lo cree. Le vienen mejor los vestidos largos y entallados, porque así tiene la oportunidad de lucir el cuerpo esbelto que le concedió la naturaleza sin necesidad de pagar ninguna cuota al gimnasio. Quienes le conocen han visto que sus cejas se arquean cuando alguien le pregunta su historia. Ya en las fiestas, no se deja amedrentar por las muecas que le dedican las novias celosas, y baila desenfadadamente con quien quiere, en el momento que le da su real gana; va a la escuela, más por inercia (o terapia) que por sed de conocimiento. Lo suyo son las revistas sobre moda y sobre gente de la farándula. Sabe usar también el estilo afectado del exceso de maquillaje (tanto del rostro como del alma). Nunca deja que alguna costurera confeccione sus trajes porque no confía en las mujeres. Sabe lo que tiene y lo sabe aprovechar muy bien: acaba de ganar el concurso de "La belleza gay del Espinal", que le traerá la distinción de ser la reina de la primera vela (fiesta que dura toda la noche) que organizará la comunidad homosexual del poblado. La vela se llamará "Sol y luna", así, sin más patronos que los dos cuerpos celestes. El costo de la entrada será un cartón de cervezas y amenizarán dos grupos de música tropical. El 11 de abril de 2008, todos saludarán a la graciosa, nueva e inusitada majestad, mientras que las conciencias que todavía son de piedra se tragarán el polvo de un siglo que apenas comienza.

viernes, 8 de febrero de 2008

Del fondo a la fonda (dos tiempos)

Cuando camino recogiendo los retazos de lo que quise ser, a diferencia de mucha gente, no me voy a esconder a una cantina o a un bar. Me crispa la idea de confesarme ante un extraño (o una extraña) que llegará a su casa con alivio al pensar: "Ah, hoy conocí a uno que está más jodido que yo".
Lo que hago es más simple: me largo a caminar al Istmo de Tehuantepec o, si no tengo dinero para el pasaje, me voy a buscar fondas y sitios de comida en los mercados de esta ciudad. Por supuesto, no es necesario ser psicólogo para explicarlo y lo reconozco. El menú generalmente tiene la misma estructura: consomé o sopa, arroz (o pasta fría), un guisado principal y postre. Los platillos se suceden en ese orden y, APARENTEMENTE, no hay mucho más que esperar de esas "cocinas económicas" concebidas para las almas desgraciadas que no pueden ir a un sitio más burgués. En fin, en uno de estos días, y después de ir de fonda en fonda, buscando lo que uno sabe que no habrá, me encontré con "Las flores", en una esquina cercana al Eje 7 Sur. Esto fue lo que pasó.
Primer tiempo: ¿Consomé o sopa? Lo que se entiende por consomé en las fondas es, las más de las veces, un tristísimo potaje que contiene tres piezas de verdura (a lo más) nadando debajo de un caldo insípido. Es un auténtico preludio del hospital. Preferí pues la sopa de pasta, que llegó de las manos de una señora frondosa, vestida con un mandil de otro tiempo (magnífico, no hay uniformes): -"Aquí tiene joven". ¿Joven?, ah, primera gran diferencia, en una cantina te dicen "jefe", lo que ahora me parecería una burla. Al sumergir la cuchara me sorprendió el aroma de la sopa del jitomate, agrio, generoso y dulzón. Aroma de infancia. Un gozo animado por el calor. El alma se distrae entre las letras que se agolpan en el fondo del plato: ¿qué mensaje, qué (des)esperanza se anuncia y quién lo podría descifrar? Una primera lágrima ya recorre la mejilla. La sopa nos transporta a la época en que alguien más se preocupaba por nosotros, cuando tu única tarea era cuidar de no perder muchas canicas por la tarde.
Bien plantado en la infancia, estoy ya listo para elegir ¿arroz o spaghetti? He aquí el platillo de la reconciliación: el hallazgo más grande de mi historia es el arroz con un huevo frito (estrellado) encima. Cuando llega a mí, la clara aún chisporrotea con el aceite y forma una gran colina, reluciente, encendida y brillante. La yema, todavía entera, está en medio de esta figura que tiene los pliegues del holán de un traje de tehuana, los pliegues de un vestido barroco tallados en yeso por Bernini. La yema es un gran sol vespertino de interior pulposo que se mece a punto de estallar, casi desbordándose sobre la cama de arroz. Las márgenes de la clara, y la yema al centro forman el ojo de un gigante que me ha visto crecer, un ojo que guarda, que vigila, que llora estremecido conmigo, por mí, que me reúne al fin con el presente. Sobre innumerables granos de arroz, el huevo frito se tiende como un espejo que escudriña impaciente mi nostalgia por la tierra que me hizo otro.

domingo, 3 de febrero de 2008

Compases y swing luctuosos del 2007

Primer compás: Hebert Rasgado

Llegué a Juchitán un día de verano, esto pasó hace ya mucho tiempo. El calor de las diez de la mañana sólo se detenía a la sombra del almendro. Me dijeron que Hebert cantaba en el bar de un hotel que está en la entrada de la ciudad. Después de mecerme en la hamaca hasta que llegó la tarde, me dispuse a ir al lugar. Pedí una cerveza. Era el intermedio, así que no sabía exactamente dónde se había metido el artista hasta que, por fin, salió, tomó su guitarra y empezó a cantar un bolero. El sitio estaba tan lleno que él no me podía ver y decidí no llamar su atención para poder escuchar ese timbre particularmente bello, ese afán preciosista en la interpretación, el desencanto disfrazado de orgullo, el fraseo de esa voz famosa ya en todo Oaxaca. Le miré pulsar su guitarra con el gesto íntimo de quien confiesa su amor. Hebert Rasgado cantaba en zapoteco, en ese mismo idioma interpretó también un arreglo de Yesterday (así es, de Lennon y McCartney, que después grabó) y algunas composiciones suyas. Cuando terminó de cantar me acerqué y le pedí que fuéramos a dar una serenata.
-¿A quién?, me preguntó.
-A la luna, le dije.
Eran casi las diez y, a partir de esa hora, las puertas de todas cantinas de Juchitán se abrieron a nuestro paso, gente que nunca había visto nos invitaba rondas de cerveza que a veces ya no alcanzábamos a tomar. La noche de Juchitán es una mujer morena que se va llorando sus desilusiones por las calles empedradas y se acerca a los que cantan; la luna istmeña, ataviada con su huipil roído por recuerdos que nunca encontrarán la paz estuvo con nosotros hasta que los gallos la espantaron. Ya era de día cuando acompañé a Hebert a su casa y, después de saludar a los vecinos que barrían sus patios, volví a la hamaca del corredor. Allí tuve sueños que ahora no recuerdo.
En diciembre de 2007, mientras estaba en Oaxaca, Vilma me contó lo de Hebert.
Cuando lo vaya a visitar llevaré la guitarra conmigo. Le debo una serenata.


Segundo compás: Andrés Henestrosa

Canté para Andrés Henestrosa en una reunión vespertina, en la Ciudad de México. La casa en donde estuvimos era de un personaje que, para que se hagan una idea, pensaba que el autor de Cien años de soledad era Carlos Fuentes. En efecto: el anfitrión era un político. Yo no había preparado nada para la ocasión y, para colmo, al día siguiente tenía que presentar un examen de filosofía (cursaba los primeros semestres de la licenciatura). Tampoco había ensayado (como siempre) pero había un paisano que interpretaba todo lo que el escritor quería, yo sólo hacía la segunda voz y, ocasionalmente, me atrevía a cantar algo sin acompañante. Allí conocí gente exótica que adoraba al Maestro pero, para mi sorpresa, ninguno de ellos había leído Los hombres que dispersó la danza. Tampoco sabían mucho de Salvador Novo y, por tanto, no les quedaba claro por qué Henestrosa hablaba de él. Tampoco…en fin, muchas otras cosas. Me dediqué a escuchar las muestras más exuberantes de la memoria del autor de "La Ixhuateca", ora contaba algo en didxazaa, ora platicaba una leyenda, después hacía juegos de lenguaje con el humor istmeño que nunca dejó, más tarde relataba la historia de unos versos. Después de algunos mezcales y otras tantas cervezas alguien pidió escuchar el son "La Martiniana". Se hizo un silencio y no sé por qué me decidí. Estaba frente al autor de la pieza, el mismísimo Henestrosa. Por supuesto, lo hice mal. "¿Quién diablos eres tú que no se sabe la letra?, cantas la versión de Óscar Chávez y no es la correcta", me espetó. Acto seguido Henestrosa cogió tinta y papel para escribir los versos originales. Al terminar me extendió la hoja: "Apréndetela".
Nos despedimos del Maestro, y yo había bebido tanto que decidí seguir la borrachera en un sitio donde hubiera un trío. Amaneció y después, por la tarde, se hizo patente mi falta de conocimiento sobre los detalles más relevantes de la teoría de la reminiscencia de Platón.


Swing: Oscar Peterson

En-mil-novecientos-setenta-y-tres-Oscar Peterson-Niels Pedersen-y-Joe Pass-tocaron-juntos-en el London House de Chicago y la cinta que grabaron-allí-y-que-dura-apenas-treinta-y-ocho-minutos es-fundamental-en más de un sentido. Nada igual. Nada. El público grita-aplaude-enloquece. Síncopa-y-escalas-brotando-a-una-velocidad-inusitada. La-gente-no-deja-de-aullar-de-emoción. Antes de que pase algo más viene otro blues, "Chicago Blues".
Doce-años-después-yo-no-podía-cerrar-los-ojos-ni-la-boca: era la primera vez que escuchaba la cinta llamada The Trio (Pablo Records, producido por, ¿es necesario decirlo? Norman Granz). Al principio, la insólita velocidad del "Blues Etude" me hizo pensar que la grabadora estaba mal. Pero no, la explicación es simple: virtuosismo. Y después escuché todo lo que pude de Peterson, aunque lo tuviera que comprar (un casete), pedir prestado a algún amigo (aquí cuento como seis casetes) o robar de alguna tienda (tres más). De hecho, el primer disco compacto que adquirí (no diré cómo) fue de Peterson (Live at the Blue Note, con Herb Ellis y Ray Brown), mucho antes de que pudiera tener siquiera el aparatejo para poder escucharlo. Iba de aquí para allá preguntando a mis amigos si ya habían comprado el reproductor para poder ir a sus casas. Así que le debo al disco de Peterson el haberme abierto algunas puertas y, sobre todo, haberme tendido algunas mesas para ser invitado a comer o a cenar. En tiempos difíciles en realidad eso significa mucho…bueno, de hecho no fueron tantas, y ahora no sé si quede alguien a quien le guste el Jazz; por lo demás, tengo la certeza de que el perverso que inventó el grabador de cidis lo hizo pensando en evitar que tipos como yo arrasaran con la comida de sus santos hogares. Me estremece pensar en el alma enferma que publique la discografía de Peterson en eme-pe-tres. Años después, cuando The Trio llegó a mis manos en su versión CD pensé que yo era el único que merecía escuchar esos treinta y ocho minutos porque, en efecto, no emocionan a nadie tanto como a mí.
En diciembre de 2007 me enteré por el noticiero. Esa tarde me puse a mirar el DVD de un concierto: Peterson en Montreal (producido por ya-se-sabe-quién, en 1977). Una rareza en la que, después de tocar algunas piezas solo, entran con él dos grandes bajistas (Ray Brown y Niels Pedersen). Juntos tocando con ese temible genio del jazz. Alucinante. Oscar Peterson al piano, desbocado, improvisando acordes y notas que, lo sé bien, derriban puertas.